martes, 3 de abril de 2012

LA NATURALEZA Y EL CAMPO NOS PREPARAN PARA LA PASIÓN DE CRISTO

Resulta hermoso el despertar a la vida del campo en primavera.

En los brazos desnudos de la parra y en los muñones cortados de las vides empiezan a brotar las yemas, que pronto se convertirán en verdes paños de hojas, que taparán los desnudos brazos y los amputados muñones, como taparon en el Génesis el desnudo pudor de Adán y Eva, en el último atardecer de su estancia en el Paraíso.

Tardará todavía hasta que asome como suave y temblorosa pelusilla, la inflorescencia que cuajará en granulados racimos.

En los campos de inmensos trigales, la espiga está guardada entre las verdes y finas hojas, ya a punto de encañar. Calentarán tímidamente los jóvenes soles  de abril y derramarán toda su luz los soles más cálidos de mayo, para que las incipientes espigas y las uvas, todavía agraces, se abaniquen con paños de brisa para adornar las custodias del Corpus.

Aguarda siempre la Naturaleza su turno para hacerse presente en las ceremonias más significativas y entrañables del cristianismo. Y es que, el campo es cristiano, porque hace dos mil años, las divinas manos del Nazareno eligieron del campo los símbolos con los que perpetuarse entre los hombres: el pan y el vino.

Del campo procedía también la Cruz en que murió. Del campo vino. Sin duda que antes de que le clavaran al Hijo de Dios fue árbol. Árbol que se agitó con el viento. Árbol que sostuvo nidos de pájaros en sus brazos ramados. Árbol que dio sombra al fatigado caminante y que saludó con su copa el paso de las nubes del cielo.

La naturaleza, el campo son cristianos porque Jesús se retiraba allí con frecuencia a orar. Porque escogió el Huerto de los Olivos para pasar sus últimas y solitarias horas más amargas.

Tal vez por eso, los olivares arrastran una plateada palidez, comunican una tristeza de adiós silencioso y en la corteza de sus ramas perdura el amargor del cáliz que no quería, pero que tuvo que beber el Nazareno.

En estos días, todos los olivares de España aguardan impacientes su domingo grande. Sus finas ramas viven un temblor de víspera y se ofrecen generosas para aclamar al Hijo de David como ramos del Domingo de Ramos y hacer de cada pueblo y ciudad una nueva Jerusalén.

Jesús comienza su pasión entre olivos. Sufre los dolores de una corona de espinas clavada en su cabeza, trenzada con las finas y punzantes ramas de un arbusto silvestre del campo, el espino. Y acaba clavado en el madero de la Cruz, que antes fue un árbol, que creció y vivió en el campo.

Como si sintieran la cercana muerta de Jesús, hay por los olivares un untuoso olor a los óleos últimos, prontos para suavizar y mitigar el dolor de las heridas o para embalsamar el cuerpo yacente  del Crucificado.

Bendito campo, bendita naturaleza cristiana que mucho antes que nadie y que nada prepara cada año la PASIÓN DEL REDENTOR.

ZARAGOZA 30 DE MARZO DE 2012-03-27

CARLOS ALDA

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