Un nuevo almuerzo celebramos a mitad de febrero. Asistimos
todos menos el amigo Roque que está
aprendiendo a manejar el ordenador y tenía clase a esas horas. Nos recordamos
especialmente de ALFONSO CEBOLLA, nuestro amigo y asiduo asistente a los
almuerzos. Lo añoramos y brindamos por él, convencidos de que desde arriba nos
vería y disfrutaría recordando los muchos almuerzos en los que él participó.
Invitó Ángel Ramos, mi cuñado. El lugar de la celebración fue el de siempre, el
restaurante – bar, EMPERADOR. Nos trataron muy bien. Unos platitos con
morcillas y otros con longanizas para abrir boca. Después los consabidos huevos
fritos con jamón o panceta y con riquísimas patatas fritas, de las que ya no se
hacen. Por supuesto sacaron un buen vino tinto y al final nuestros cafés, copas
o chupitos de orujo. Terminamos la mañana jugando al guiñote.
Hablamos de muchas cosas. Salió a relucir la reciente
meriendilla celebrada en Godojos el día de SÁBADO OVERO. Todos nos recordábamos
de las molletas y buñuelos que nuestras madres nos preparaban. También salieron
a relucir esas CLUECAS que se cocían en el horno rellenas de dos huevos duros,
los tallos de longaniza, las magras y las costillas de cerdo.
Alguno recordó que aunque el
tiempo fuese malo y extremadamente frío no perdonábamos la meriendilla por nada
del mundo. En Godojos se pasaba mucho frío en invierno. La verdad es que lo
combatíamos de la mejor manera posible. ¡Como se agradecía que por las noches
se calentasen las camas con los calentadores! ¡Qué buenas sabían las sábanas
calentitas! Y que frías estaban si no quedaban brasas para que el calentador
les quitase el frío. También se calentaba agua que se metía en botellas, a
veces ladrillos que tomaban calor en contacto con la plancha del hogar. Aún así
los sabañones hacían su aparición en las manos, en los pies y en las orejas.
¡Qué puñeteros eran y cómo picaban!
En las escuelas encendíamos las
estufas siempre que el Ayuntamiento nos comprara serrín, que recuerdo se
guardaba en el matadero. Un año que no había serrín, el maestro de turno,
llamado don Francisco, nos pidió que bajásemos todas las suelas que tuviésemos
de alpargatas o sandalias. Ardían en la estufa que era un placer y calentaban
muchísimo. Olía a goma, pero ese olor era fácilmente soportable. Las chicas se bajaban las
rejillas con brasa y así tenían calentitos los pies.
Alegra recordar estos tiempos y
estas privaciones. Doy fe que no por eso perdíamos la alegría ni las ganas de
jugar. Con pocas cosas éramos felices en el pueblo, tal vez porque nos
conformábamos con lo que teníamos y con el cariño de nuestras familias y de
nuestros amigos. Hoy para ser felices necesitamos muchas cosas y a veces no lo
somos porque no recibimos el cariño y
las atenciones de aquellos que deben querernos.
CARLOS ALDA.
ZARAGOZA 22 DE FEBRERO DE
2013
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