HALLOWEEN EN GODOJOS.
En la víspera de TODOS LOS
SANTOS, los habitantes de Godojos celebrábamos, desde hace muchos años nuestro
particular HALLOWEEN. Nos adelantamos al mundo Anglo-Sajón, lo que pasa es que
lo celebrábamos con un sentido religioso diferente. No necesitábamos
disfrazarnos para pasar miedo. Al atardecer empezaban las campanas a tocar a
muerto. Era un toque quejumbroso. A mi se me ponía la carne de gallina. Antes
de que se hiciese de noche, todos los niños estábamos recogidos en casa,
calentitos junto al hogar, y bien apretaditos a nuestros padres o abuelos. Con
las últimas luces habíamos echado un vistazo de
reojo al cementerio, donde los
muertos descansan por toda la eternidad.
Después de cenar salíamos bien
abrigados de casa y nos encaminábamos a casa de mi abuela Petra. Allí rezábamos
los quince misterios del rosario y después contestábamos a las letanías.
También recordábamos a los difuntos de la familia y volvíamos a rezar
padrenuestros y responsos por el eterno descanso de sus almas.
Lo bueno venía cuando se acababan
los rezos. Recuerdo que mi abuela sacaba un riquísimo y dulcísimo mostillo,
pastas diversas, nueces y almendras que guardaba para esta conmemoración.
Mientras comíamos estos dulces se seguía hablando de los muertos y de los
cementerios. Alguien contaba que los pastores habían visto salir del cementerio
luces y llamaradas especiales. Decían que eran las almas del purgatorio que
viajaban en pena por aquellos parajes. De mayor supe que eran fuegos fatuos,
producidos por el sodio que llevan nuestros cuerpos.
Una noche pasé mucho miedo,
porque mi padre nos leyó la leyenda de “Maesse Pérez el organista” de Gustavo
Adolfo Becquer. Yo temblaba de miedo
imaginándome oír los acordes de aquel viejo órgano, tocado por el alma del
organista difunto. Más adelante disfruté leyendo las preciosas, intrigantes y
misteriosas leyendas de “El Miserere” o “El Monte de las ánimas” del mismo
autor. Si alguien quiere pasar una buena noche de HALLOWEEN que se atreva a
leer estas estupendas leyendas.
Ya tarde regresábamos a casa. Aún
seguían tañendo las campanas con sonidos lastimeros y lúgubres. A veces en la
barbacana de la fuente habían puesto dos calabazas imitando una calavera a la
que una vela iluminaba los vacíos ojos y boca . Os aseguro que nos acostábamos
tiritando, no tanto por el frío, que lo hacía en abundancia, sino por el miedo
que nos llegaba a lo más profundo de nuestros huesos.
ZARAGOZA, 31 DE OCTUBRE, 2012
CARLOS ALDA